Hace algo más de diez años leí un artículo en un post de un blog que me dejó un sabor raro. Venía a decir, en resumen, que en Amazon cualquiera subía basura, que los libros autopublicados eran obra de mercachifles sin escrúpulos, obsesionados con trucos sucios para subir en las listas, acumular estrellas y vender a cualquier precio. En contraste, se dibujaba la figura implícita del “escritor de verdad”: el que pasaba por una editorial, el profesional, el que respetaba el oficio y la literatura.
Recuerdo que en aquel momento varias autoras autopublicadas se sintieron incómodas. Yo también. Y respondí algo que sigo pensando hoy: en Amazon hay de todo, como en todas partes. Pensar que solo las novelas publicadas por editorial tienen calidad, y que las autopublicadas son por definición mediocres, es una mirada parcial, elitista y poco ajustada a la realidad.
Diez años después, vuelvo a hacerme las mismas preguntas: ¿era cierto aquel diagnóstico entonces? ¿Sigue siendo cierto hoy? ¿Qué ha cambiado y qué no en este ecosistema tan complejo que es la publicación de libros, especialmente en plataformas como Amazon?
¿Era cierto hace diez años?
Si tuviera que responder con sinceridad, diría que aquel planteamiento era parcialmente cierto, pero estaba muy sesgado. Es verdad que ya entonces existían prácticas poco éticas: había autores que se inventaban perfiles falsos para ponerse cinco estrellas, grupos de intercambio de reseñas en los que nadie se atrevía a decir nada negativo, maniobras para bajar a la competencia a base de una estrella y comentarios destructivos. Eso ocurría, y no tiene sentido negarlo.
El problema de fondo no era tanto lo que denunciaba, sino desde dónde lo miraba. Se percibía una posición de superioridad muy clara: la idea de que la autopublicación era, en sí misma, sinónimo de poca calidad y falta de ética, mientras la publicación tradicional aparecía casi como un sello de legitimidad literaria. Y eso, incluso hace diez años, no era verdad.
Ya entonces había autoras autopublicadas que contrataban correctores profesionales, que trabajaban sus novelas con tanta o más exigencia que muchas editoriales, que se formaban, reescribían y pulían sus textos con un respeto profundo por el oficio y por sus lectores. Al mismo tiempo, en las estanterías de las librerías había libros publicados por grandes sellos que no brillaban precisamente por su calidad literaria, pero sí por otra cosa: su potencial de venta.
Porque, seamos honestas, las editoriales no publican necesariamente lo mejor desde el punto de vista literario, sino lo que creen que puede vender. A veces se da la feliz coincidencia de que calidad y comercialidad van de la mano, y eso es maravilloso. Pero el criterio principal no es la excelencia estética, sino la viabilidad comercial. Eso ha sido así desde hace mucho tiempo y sigue siéndolo hoy.
Por eso, incluso hace una década, el postulado implícito de aquella mirada —esa equivalencia entre “autopublicado = malo” y “editorial = bueno”— ya estaba cojo. Lo que señalaba (la falta de ética de algunos autores) era real, pero la conclusión era injusta. No se podía convertir la autopublicación en sinónimo de mercachifleo sin borrar al mismo tiempo el trabajo serio y silencioso de muchas autoras que, simplemente, habían elegido otro camino.
¿Qué sigue vigente hoy?
Diez años después, muchas cosas han cambiado, pero otras se mantienen inquietantemente parecidas. Lo que sí sigue vigente es el núcleo ético del debate: la manera en que algunos autores están dispuestos a hacer casi cualquier cosa por un puñado de ventas y un puesto en el ranking.
La falta de escrúpulos no ha desaparecido. Todavía hay reseñas falsas, opiniones compradas o intercambiadas, campañas organizadas para hundir a quien se percibe como competencia. Y, en realidad, el mercado ha dado un paso más en una dirección que resulta incómoda: hoy hay personas que te escriben directamente para ofrecerte reseñas a cambio de dinero, con tarifas claras y promesas de elogios. Te dicen “págame tanto y te dejo una reseña positiva” como si fuera lo más natural del mundo. Y hay servicios que prometen mejorar tu posicionamiento con métodos que, cuando se miran de cerca, son opacos o directamente turbios.
Frente a esto, conviene insistir en algo que me parece fundamental: el problema no es la autopublicación, sino la ética. La falta de escrúpulos no distingue entre sellos editoriales y autores independientes; no es una cuestión de modelo de publicación, sino de conducta. El mismo impulso poco ético puede aparecer en quien sube su libro por su cuenta a una plataforma digital o en quien firma con una editorial consolidada.
Amazon, como escaparate, sigue siendo un lugar caótico donde conviven joyas y desastres en el mismo espacio. Hay libros mal escritos, sin corrección, sin estructura ni respeto por el lector. Pero también hay novelas autopublicadas que son pequeñas maravillas: bien escritas, cuidadas, profundas, arriesgadas, y que quizá nunca habrían visto la luz en una editorial porque no encajan en lo que se considera vendible. A la vez, encontramos libros de editorial que destacan por su calidad, y también otros que están ahí, sobre todo, porque se espera que enganchen rápido y se vendan bien.
Por eso, aquella vieja división entre “autopublicado = calidad baja” y “editorial = calidad alta” se ha demostrado, con el tiempo, insostenible. No resiste una mínima observación honesta de lo que realmente hay en el mercado.
¿Qué ha cambiado en estos diez años?
Si algo ha cambiado, más que la realidad en sí, es nuestra conciencia sobre ella. Hoy muchos escritores son más conscientes de que no basta con subir un archivo sin revisar y esperar milagros. Saben que el lector no es ingenuo, que la mala calidad se nota y deja huella, y que construir una trayectoria sólida requiere tiempo, trabajo y respeto por la propia obra.
Ha surgido toda una generación de autoras autopublicadas que se toman su carrera con una seriedad absoluta. Invierten en corrección, en portadas profesionales, en una maquetación cuidada, estudian el mercado sin dejar de lado su exigencia literaria. No escogen entre oficio y profesionalización, combinan ambas cosas. Saben que, sin visibilidad, un libro se pierde, pero también saben que sin calidad la visibilidad sirve de poco.
Los lectores, por su parte, también han cambiado. Cada vez más personas son conscientes de que las estrellas en una plataforma digital no son un reflejo perfecto de la calidad. Saben que puede haber reseñas falsas, compras masivas o ataques coordinados. Empiezan a desconfiar de los extremos: de los entusiasmos desmedidos sin argumentos, y también de las condenas tajantes sin matices. Muchos buscan la opinión de lectores concretos en los que confían, leen fragmentos, comparan, y poco a poco desarrollan su propio criterio.
Nada de esto elimina los problemas, pero sí los matiza. El escenario sigue siendo caótico, pero ya no es tan fácil sostener ciertos discursos simplistas sin que alguien los cuestione.
¿Dónde está hoy el verdadero problema?
Después de todo este tiempo, me reafirmo en la idea de que el problema no está en el formato de publicación, sino en las conductas. El autor que paga por reseñas elogiosas sin advertir que son publicidad; la autora que baja a otra a base de una estrella por temor a “perder ventas”; el blog o la página que solo reseña bien a cambio de dinero, sin decirlo abiertamente: todo esto tiene que ver con la ética del escritor, la honestidad del reseñador y la capacidad crítica del lector.
En Amazon hay basura literaria, sí, y proyectos apresurados que parecen escritos y subidos a toda prisa. Pero también hay autores que honran el oficio, que cuidan cada página, que siguen aprendiendo y no se prestan a jugar sucio. Lo mismo ocurre en las editoriales: conviven proyectos muy cuidados con productos puramente comerciales, donde lo que manda no es la profundidad de los personajes ni la belleza del lenguaje, sino las cifras de venta previstas.
Quizá la verdadera división ya no sea entre autopublicado y editorial, sino entre quienes respetan su oficio, su obra y a sus lectores, y quienes solo buscan un número, una posición o un espejismo de éxito rápido. Lo demás —la plataforma, el logo en la portada, el sello que respalda— es accesorio frente a esa diferencia.
Diez años después de aquel primer impacto sigo pensando algo parecido a lo que pensé entonces, pero con más matices y más calma. Aquel discurso tenía razón al señalar la falta de ética y la obsesión por el ranking, pero se equivocaba al asociar casi todo el problema con la autopublicación. La realidad es más compleja y más incómoda: los problemas éticos no nacen de Amazon ni de un sello editorial, sino de la forma en que elegimos relacionarnos con nuestra propia escritura y con quienes nos leen.
Al final, publicar (sea como sea) debería ser, para quienes escriben de verdad, una manera de compartir algo valioso, no de inflar un ego con estrellas de mentiras. Y esa diferencia no la marca un algoritmo ni una editorial: la marca, silenciosamente, la conciencia de cada escritor y la mirada atenta de cada lector.


























